lunes, 11 de noviembre de 2013

Recuerdos.


Olores, sabores, paisajes, calles, portales...todo forma parte de las cosas que un día, en un momento concreto, vivimos. Y, ¿qué ocurre cuando el momento pasa? Aparecen los recuerdos. Pequeños trozos de vivencias que quedan en nuestra mente como un tatuaje con el que te despiertas tras una noche de fiesta. Son los okupas de nuestra cabeza. Algunos se comportan como un anuncio de televisión; deseas que se repitan para que dibujen una sonrisa en tu rostro, o aprietas con fuerza tus manos para que no vuelvan a aparecer en tu cabeza.
Los recuerdos malos, pueden hacernos temblar; y los recuerdos buenos, pueden hacernos olvidar, al menos por un instante, la realidad. Yo personalmente pienso que no hay recuerdo malo que no tenga su lado bueno, ni recuerdo bueno que no tenga su lado malo.
Por muy buenos y bonitos que sean, todos tienen cierto grado de nostalgia; nostalgia que en ocasiones puede ser muy afilada. A veces recordamos momentos felices, y cuando somos conscientes de nuevo de que sólo es un recuerdo, nos invade la tristeza al pensar que esos momentos, por mucho que lo deseemos, jamás se repetirán. Es entonces cuando vivimos atados a la idea de que nuestra felicidad quedó en el pasado, amarrada a esos recuerdos, negándonos a nosotros mismos un futuro mejor, un tren con destino a la felicidad.
Por otro lado, los malos recuerdos son el camuflaje para el dolor, la pena, la culpa, y aquellos sentimientos capaces de hacernos sentir vulnerables. Son aquellos que aparecen en el momento más inoportuno, colándose en nuestra mente y alejándonos del mundo real durante un instante. Te cambian el ánimo, te consumen. Cuanto más intentamos olvidarlos, más perduran. A veces los tratamos como al polvo, y pensamos que podemos esconderlos debajo de la alfombra, o eliminarlo con un trapo que nunca se termina de limpiar. Pero algo tienen los recuerdos, y es que todos vuelven a nosotros en el momento en el que menos lo esperamos.
Cuando un barco se hunde, el agua inunda cada recoveco de él hasta arrastrarlo al frío fondo. Con las relaciones ocurre lo mismo. Se hunden, se inundan de tristeza y acaban sumergidas entre fotos, cartas rotas y entradas de cine. El problema llega cuando suben los recuerdos a flote como objetos de un barco hundido. Piensas que han quedado en el olvido y aparecen, en el lugar menos ocurrente, recuerdos con más ganas que un primer beso, recuerdos dispuestos a romper nuestros esquemas.
Ocurre cuando pasas al lado del árbol donde os jurasteis amor, recordándote que lo que llamabais 'eterno', duró dos días.
Ocurre cuando ves una foto de aquellos tiempos donde solías sonreír a diario, recordándote que los motivos se marcharon lejos.
Y también ocurre cuando lees un mensaje, basta tan sólo una frase, en ocasiones una palabra, que te hace recordar que ya no tienen el significado que tenían. Es el momento en el que los 'te quiero' queman, los 'te necesito' muerden, y los 'siempre' matan.
Queda claro, los recuerdos alimentan tanto tristezas como alegrías. Juegan un papel ambiguo entre el ser nuestro amigo o nuestro peor enemigo.
¿Mi consejo? Vive. Vive intensamente cada día de tu vida, como si fuera éste el último. Sonríe, llora e incluso grita si es necesario, pero vive. Y, cuando menos lo esperes, tú mismo habrás reciclado recuerdos.
Pasarás al lado del árbol donde os jurasteis amor, y recordarás que ahí mismo tu hermano pisó un chicle.
Verás una foto de aquellos tiempos donde solías sonreír a diario, y recordarás que ahora tienes cientos de ellas, que sigues sonriendo, y que no tienes intención de dejar de hacerlo.
Y leerás un mensaje, basta tan sólo una frase, en ocasiones una palabra, que te hará recordar que alguien 'te quiere' y 'te necesita' para 'siempre'.

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